Viajera: Candados por el amor

Muchas personas, seguramente recién casadas o por contraer nupcias, sienten la necesidad de congelar un instante de amor de una manera segura; tal vez para expresar aquello que se siente bien adentro.

Esa necesidad de atrapar a la otra persona, como parte de nuestras pertenencias y nuestra existencia, proviene del mito del amor romántico con el cual hemos sido educados todos. El amor hay que buscarlo y cuando se tiene entonces apresarlo, guardarlo, mimarlo.

Es así que en grandes ciudades, los puentes se han convertido en verdaderas galerías a cielo abierto, en las cuales los candados, con sus diversas formas, colores y mecanismos, son las piezas a admirar. Moscú, Seúl, Roma, París, son alguna de las urbes preferidas.

El amor es el pretexto. Poco importa los peligros de esa práctica que puede conducir a la ruina de dichas construcciones. De hecho, barandas, rejillas y ornamentos comienzan a ceder a la suma de peso de los pequeños artefactos metálicos, los que generalmente llevan impreso nombres y fecha de la declaración de amor.

A la gente le da igual, lo que importa es el amor. Poco importa la belleza de dichos puentes y mucho menos que siempre son caminos imprescindibles para el transito humano. Si sucumben, ha sido por un buen propósito, dirán algunos. Para colmo, ya hay quienes, al no encontrar un milímetro en el puente escogido, depositan su amor encerrado en la farola más próxima.

He estado en tres de esas grandes ciudades, capitales de provincias o de naciones. Es más, estuve en la ciudad del amor: París, además de en Hamburg. Y como vivo en Hannover, que es más bien una ciudad pequeña, me atrevo a presentar lo que hasta acá ha llegado relativo a los “candados por amor”, para que veamos que los rituales amorosos ya no creen que pequeños asentamientos. Lo importante es la eternidad del más importante de los sentimientos.