Por Maria Ileana Faguaga
El profesor Enrique Cunha, entre otros estudiosos y activistas de la lucha contra la discriminación étnica-racial que afecta a la población afrodescendiente, durante años viene advirtiendo que “la apertura de nuevas perspectivas futuras de igualdad democrática de oportunidades” depende de la “reestructuración moral, social, económica y cultural que denominamos conciencia negra” (1).
Es interesante que, pasado poco más de un siglo del último país americano en abolir legalmente la esclavitud, Brasil (1888), y acomodadas nuestras naciones indoafroamericanas en el sistema democrático, tengamos todavía que pensar en términos de qué es democracia. Tengamos que pensar en cómo debe estructurarse la democracia en este lado del mundo.
Es interesante que la afrodescendencia americana tenga que continuar pulsando para ser contemplada en una democracia que, como la lejana y primigenia, sigue siendo parcializada.
Aquellas, la griega y la romana, eran explícitamente para uso y abuso de hombres libres, en muchos casos no extranjeros. Esta es hipócritamente para todos y todas. No obstante deja en sus márgenes, de fácil exclusión, a dos de los grupos poblacionales que deberían estar en su génesis: la población americana originaria y la afrodescendencia.
A los ítems puntualizados por el Profesor Cunha como indispensables para la “igualdad democrática de oportunidades”, deberíamos agregar el político. Pues la renovación democrática que nos urge emprender debe tener un consciente, franco y explícito, contenido político.
Y este es punto fundamental. Es así en tanto hasta el presente las experiencias de supuesta inclusión de poblaciones autóctonas y afrodescendientes en el continente son indicadoras de que no se debe esperar a que las transformaciones políticas lleguen de la mano generosa de paquetes más o menos mezquinos que nos impongan los protagonistas de la estructura estatal.
Lo cierto es que la experiencia brasileña, como la ecuatoriana, la colombiana y la boliviana, por ejemplo, son indicadoras de que es mucho más positivo que las transformaciones suban, siendo propulsadas por el accionar de los necesitados, colocando a los protagonistas del Estado ante la imposibilidad de negarlas.
Con todo, los protagonistas estatales intentarán presentarlas como sus donativos, como iniciativas políticas que obedecen a sus buenas y caritativas acciones. Tentativa esa de capitalizar a su favor los efectos de una lucha que viene de siglos. Que no por ser estructuralmente silenciada ha dejado de librarse, muchas veces con encono. Una lucha que tiene aristas y niveles, que transita entre la teoría y la práctica.
Es esta una dinámica que transversaliza todas las problemáticas existentes en el continente. Y que, en correspondencia, debería estar transversalizando todas las discusiones, diálogos y gestiones, pues en todas se nos implica, incluso por omisión.
Es importante el criterio de un cientista social como el Dr. Cunha, quien a la reflexión teórica y a la pesquisa de la historia suma el accionar cívico. Fortalecido y vigorizado en su natural e intrínseco espíritu afro, desde la nordestina ciudad brasileña de Fortaleza, moviéndose por el mundo, en primer lugar retornando una y otra vez a África, él es continuidad en el linaje intelectual de afrodescendientes que desde el siglo XIX y con sólida formación, sin complacencia, han venido exponiendo sobre la situación de la población afroamericana.
A la par, ese linaje de intelectuales afrodescendiente ha venido intentando participar en la búsqueda de soluciones a un problema que, como ya difícilmente pueda negarse, aunque estén los muchos que en ello insisten, no es un problema negro. Es un problema, un trauma y un drama, incluso no en pocas ocasiones se manifiesta como una tragedia, pero que nos viene impuesta por las políticas supremacistas y por los consecuentes accionares.
Se les escuche o no, esa pléyade de intelectuales afrodescendientes ha venido alertando al respecto. Tenemos que reconocer que excepto en los Estados Unidos a estos intelectuales apenas se les tiene en cuenta o, sencillamente, se les ignora o se les descalifica. Es decir, prácticamente nunca se le escucha y aun menos se les considera en la elaboración de políticas. Como tenemos que reconocer su permanencia y continuidad.
Son intelectuales que alertan basados en experiencias de sus vidas y las de su colectividad. Intelectuales que teorizan, buscan, rebuscan y descubren. Analizan e interpretan, develan y revelan. Sin prejuicio de apostar por el por tan temido revisionismo. Temor que en el caso cubano nos impusieran desde la catequización de un marxismo manualista soviético, y del que incluso proponiéndonoslo y fervorosamente queriéndolo es difícil que nos liberemos.
Es difícil, aunque como dijo el cubano poeta, “sólo lo difícil es estimulante” (José Lezama Lima). Y él bien que sabía de dificultades de muchos tipos.
A ese linaje de intelectuales negros del que desde Brasil hace parte el Dr. Cunha, pertenecieron y pertenecen figuras afrocubanas como Juan Gualberto Gómez, el tan llevado y traído Martín Morúa Delgado, Rómulo Lacahatañeré, Fernando Ortiz, José Luciano Franco, etc. En generaciones posteriores están, sin dudas, Walterio Carbonell, Gustavo Urrutia, Juan René Betancourt, Rogelio A. Martínez Furé, Juan F. Benenelis, Carlos Moore, Leyda Oquendo, Iván C. Martínez, Tato Quiñonez, Oilda Martínez, Tomás Fernández Robaina, Enrique Patterson, Inés María Martiatu, Vicky Ruiz Labrit, Roberto Zurbano, Odette Casamayor-Cisneros, Pedro Cuba, Yesenia Selier, Alberto Abreu y Ramón Torres, entre otras y otros.
Porque no somos ni tan pocos ni tan pocas como se intenta hacer creer. Por eso y para eso se nos invisibiliza.
Lo que hasta el presente resulta curioso es la insistencia castrista en someternos al ocultamiento, especialmente cuando no coincidimos con su ideología política. Cuando no entramos en el juego y en el rejuego del sí pero no.
Es decir, cuando no defendemos la tesis de que “la revolución acabó con el racismo pero quedan prejuicios. Porque esos son herencias de la esclavitud y del capitalismo”. Cuando no coincidimos en que “hay que esperar. La revolución ha hecho mucho por los negros”, ni tampoco aceptamos aquello de que “en ninguna parte se ha hecho tanto por los negros como en Cuba durante la revolución”. Cuando no asentimos ante la contradictoria aseveración de que en Cuba “no se educa para ser blancos” pero, a pesar de eso, “subsisten prejuicios raciales”. Cuando refutamos que el racismo había acabado en 1959 pero “resurgió con la crisis económica del Período Especial”.
Y, claro, en especial, cuando no aceptamos que el racismo es un mal exógeno, que llegó con la ocupación estadounidense de la Isla. Cuando no aceptamos la “ingenuidad” del chiste antinegro, porque “eso no es racismo. Es un modo de divertirse. Hay que reírse. Siempre ha sido así. Y ahora ustedes quieren verlo de otra manera. Eso es victimizarse. Eso es querer ver racismo en todo”.
Y no lo aceptamos, porque no hay que aceptar el chiste antinegro, como no hay que aceptar el chiste en el cual el chino o su descendiente quedan tan mal parados. Como no hay que aceptar el chiste contra ningún grupo social. Y quienes no tengan riqueza en su bagaje de experiencias para expresarlo en su sentido del humor, quienes no sepan improvisar o provocar la improvisación que explote en risa a partir de otros resortes de estímulo, son quienes tienen que revisarse, enriquecerse, ampliar el ángulo de sus miradas.
Esa oposición respecto a las tentativas de disminución de cualquier ser social, individual o colectivo, sea o no a través del chiste, es fundamental dejarla clara en el presente. Es importante asumirla públicamente. Porque no se podrá avanzar hacia la verdadera democracia si se deja al azar, al tiempo, otra vez a la espera, una problemática cardinal de la nación cubana. Y deconstruir el andamiaje estructural del racismo pasa, asimismo, por la revisión del uso de la lengua y de las manifestaciones de humor.
No será nuestra crasa ignorancia nacional la que nos libere de esa responsabilidad. Una ignorancia que tiene origen en un currículo de enseñanza de la historia que pareciera pensado, diseñado y puesto en práctica por colonialistas blancos europeos. Currículo de enseñanza de la historia que no favorece la formación de ciudadanos, ni contribuye a la desestructuración del racismo. Pero currículo que ampliamente colabora en el propósito de garantizar la continuidad del monopolio del poder en manos de la descendencia de los colonialistas de ayer o de sus iguales (más apropiado sería señalar, de sus similares).
Currículos que, en relación a nuestra Isla, como en relación al resto de las naciones forzosamente resultantes del colonialismo blanco europeo, corresponden a la hechura de la ideología colonialista propia de los criollos blancos y sus descendientes. Currículos no pocas veces acogidos por aquellos que, entre los discriminados, ostentan todavía la psiquis colonizada.
Por eso no podría ser acogido en Cuba un libro como aquel en el cual el Dr. Walterio Carbonell, curiosamente marxista, emprende la revisión de la historia de Cuba situando en su lugar a la afrodescendencia. Por eso no podrían ser acogidos en Cuba libros como los del Dr. Juan F. Benemelis. Refiero expresamente su vasta historia de África como su monumental y muy actualizada obra sobre el racismo en nuestra Isla.
Se les rechaza porque rompen esquemas, que no por curricularmente caducos en gran parte del resto del mundo dejan de estar vigentes entre cubanos y cubanas. Se les rechaza porque ambos representan posiciones afortunadamente revisionistas. Posiciones que reconocen otro tipo de visibilidad a un amplísimo sector racial y de variedad étnica, revolucionariamente forzado a la subalternidad.
Subalternidad que en su momento el gobierno castrista dijo combatir y que hasta el presente reproduce y sostiene. Claro, la idea de acabar con la subalternidad sería siempre que se tratase de otras naciones del mundo, y, por supuesto, siempre que se sometieran a los designios castristas.
Por eso fue mutilada la serie de textos que con el africanista Armando Entralgo redactó Benemelis, destinados a la enseñanza de la historia de África en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana.
Por eso la tendencia, caso de no ser posible evitarlo, a tolerar y a veces estimular el cultivo de la etnología, pero no de la antropología. Esta última siempre de implicaciones más nítidamente políticas.
Por eso hasta el presente, cuando en todas partes del mundo es aceptada la revisión de la falsificada historia de Egipto que eurocéntrica y colonialistamente nos habían dado, en Cuba se mantiene la resistencia a aceptar la perspectiva oficialmente asumida y difundida por la UNESCO, órgano del cual hace orgullosa parte y por el cual es evidentemente tan acariciada y lisonjeada.
Las manifestaciones de reticencia castrista a re-conocer las aportaciones africanas y de la afrodescendencia, y el lugar que históricamente a estas corresponde en concordancia con sus aportes, como la negativa castrista a reconocer en toda su magnitud la humanidad de la afrodescendencia (pues hacerlo implicaría el reconocimiento y puesta en práctica de sus derechos), todo ello resultado del coloniaje al que se refiere el estudioso peruano Aníbal Quijano.
Es decir, del colonialismo reproducido por sectores americanos que se dicen nacionales y se comportan como sus ancestros blancos europeos. Comportamiento ideológico que rebasa las ideologías políticas. Porque se es o puede ser colonialista y racista profesando ideologías de las denominadas de derecha o de izquierda.
Comportamiento con el cual y en correspondencia, los revolucionarios castristas o los supremacistas de cualquier otra ideología política, se enredan en la imposibilidad de asumir la mayoría de edad y la suficiencia de la población afroamericana. Y en consecuencia quedan atrapados en la imposibilidad de aceptar con respeto la existencia de una intelectualidad afroamericana. Lo cual va coligado al hecho de que a la población negra se le suele percibir en los márgenes.
Porque a la afrodescendencia se le reconoce en el centro únicamente cuando esta es motivo de focos, para diversión y entretenimiento de los otros. Es en teatros y estadios que se nos deparan aplausos. Aunque en Brasil, debatiéndose entre el etnocidio y el genocidio de una población negra cada vez más politizada y consciente de sus derechos naturales, se nos lanzan plátanos. Como en Cuba, en correspondencia con el falso y supremacista criterio de que la revolución nos hizo personas, se nos grita negras monas.
Según un atrofiado sistema de representaciones, de perversas consecuencias, el negrito o la negrita puede ser percibido como bueno, decente, simpático, alegre o agradecido. Estos, y similares, son los reconocimientos y los elogios que se nos deparan. O, en su lugar, somos tenidos como todo lo contrario. Pero cuesta, y mucho, asumir que la población afrodescendiente tiene tanta capacidad intelectual como cualquier otro sector poblacional y que, igualmente, es capaz de desplegarla y por supuesto que lo hace.
Como en otras partes de Afroamérica, al afrodescendiente cuesta re-conocerle y aceptarle desde la realidad de su humanidad, de sus potencialidades y de la visibilización social de estas. Cuesta, porque ello significa asumir a la afrodescendencia en condiciones de paridad. Y esta se tiene que expresar en la distribución de las riquezas y, consecuentemente, de todas las esferas de poder.
Ese es un gran dilema. Porque significa emprender la real descolonización, esa que implica atravesar y salir airosos de la primera fase del proceso de postcolonialidad. Proceso este del cual estudiosos asiáticos, africanos y americanos tanto hablan en las últimas décadas. Proceso que implica el fin de la supremacía de un grupo racial que comprende una variedad étnica, en este caso europeo blanco.
Cuesta, porque la postcolonialidad es situación nueva que no se vivencia sin la equidad. Y en nuestras naciones indoafroamericananas vivenciar la postcolonialidad no es, y no será, sino con el reconocimiento de la multi-racialidad y de la pluri-etnicidad. Y será necesario, imprescindible, el reacomodo estructural a partir de ambos re-conocimientos.
Llegados a ese punto, podremos entonces hablar con propiedad de abolicionismo. Mientras no se llegue hasta ahí, estaremos reproduciendo más de lo mismo. Es decir, nuevas variantes de esclavitud aún si con la apariencia de libertad, ya revolucionaria, ya democrática. En ambos casos no se trata más que de libertades cercenadas que remiten a nuevas formas de esclavitud.
Como en su momento tan claramente nos avisara W. W. B. Du Bois, “el problema del siglo XX es el problema de la barrera racial” (2). Sólo que ni él, preclaro y profético, sabio, analítico y consciente, avistó que ese sería un problema que trascendería la vigésima centuria para adentrársenos en la turbulenta que hoy vivenciamos.
Este siglo XXI en el cual como nunca antes se disfruta tanto de los frutos culturales afro, desde las religiones hasta la variedad de look, en el cual se paga para a riesgo de la salud hacerse colocar botox en los labios y en las nalgas, intentando imitar los labios y los cuerpos de un tipo de mujer negra. Pero este siglo en el cual se sigue rechazando al negro y a la negra, con sus características fenotípicas, con su pelo natural y más si su vestuario no se inclina a las normas tenidas por occidentales.
Porque, como señala la muy joven actriz afroestadounidense Amandla Stenberg, todavía la sociedad “no ama” (diría yo, no valora ni acepta, según el lugar ni siquiera tolera) a la población negra “como ama” (entiéndase: se apropia, aprovecha y disfruta) sus culturas. En todo lo cual se perpetúan relaciones de poder, terciadas estas por una multiplicidad de recursos, como los medios de difusión de información, tan tendientes a estereotipar (3) y a hacer atractivos esos estereotipos.
(1) Las negritas corresponden al ánimo de esta autora de destacar una conceptualización polémica e imprescindible.
(2) Du Bois, W. E. B. As almas da gente negra. 1999. Lacerda editores. Rio de Janeiro (Brasil). Pág. 49.
(3) La problemática de los estereotipos étnicos ha sido ampliamente trabajada por estudiosos como el jamaicano Stuart Hall.
Tomado de Neoclub Press.
Foto: Abelo