No levantaba una cuarta del piso cuando ya pensaba en parir. No recuerdo con exactitud la edad que tenía por ese entonces, pero jugar con muñecas para mí era ensayar a ser madre. Siempre. Muchos años después me daría cuenta que esa fue mi estrategia inconsciente de sentirme menos sola. Estaba rodeada de gente en casa y aún así la soledad no me era ajena: todo empezaba porque mi madre me tuvo a los cuarenta y yo era la menor de sus cinco hijes.
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A mis quince años, una de mis mejores amigas me hizo prometerle que mi primer hijo (porque yo quería un macho) sería su ahijado: Alejandro. Nuestra relación, fraguada en un internado, nos comprometía a querer un futuro donde algo más que nuestras propias vidas de estudiante nos uniese.
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Mi único embarazo real -tuve un par de sospechas que no pasaron a más- llegó cuando tenía escasos 18 años, mientras planeaba seguir estudiando y disfrutar de la vida universitaria. Quien mejor puede contarlo es mi amiga Celita, que me apoyó cercanamente en aquella fase, dada nuestra estrecha amistad en esos instantes.
Nosotras estábamos en un grupo de dos para dos: nuestros novios, también muy amigos, eran compañeros en la preselección nacional de Fútbol. Ambos pertenecían al equipo sub 23 que competiría en los entonces venideros juegos Panamericanos del 91.
Un día en casa de Bernardo, el novio de Celita, me encontré a Wilfredo. Disfrutando de la mejor timba cubana conocí a uno de los mejores bailadores que ha tenido y tendrá Cuba (risas).
Comenzamos al tiempo una relación e hicimos la vida de jóvenes que pudimos, sin responsabilidades ni grandes tropiezos. Nos íbamos de guerrilla, o sea, acampábamos en cualquier sitio, las costas con playa era casi siempre el destino final. Los cubos de espaguetis, preparados en la pizzería de Regla, acompañaban aquellas jornadas. ¡Qué rica es la vida sin grandes responsabilidades!
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Recuerdo aquel agosto de 1992 por los cambios de mi cuerpo, que hasta ese momento no había dado muestra alguna de gravidez. En dos oportunidades Lary me llevó con su mamá, quien trabajaba en la sala de gineco-obstetricia de un hospital habanero. Allí fui examinada y ningún especialista pudo ver que Lisandra se estaba bien formando dentro de mí. El personal médico justificó la amenorrea con la adolescencia por la que transitaba.
La sensación de estar embarazada se redujo a una sola parte de mi cuerpo: tetas turgentes que crecían por segundos. Para minimizar el calor que me producían, ponía pañitos medianamente húmedos debajo de cada una. Cuando ya mi cuerpo, acompañado por mis preocupaciones, no pudo más, busqué a Celita.
Ella y su mamá, Minerva, me acompañaron a la consulta donde una médico confirmó mis sospechas.
Minerva me dió todo el amor que una joven desesperada puede necesitar. Los embarazos de jovencitas a veces se dirimen con las amigas y las madres de estas, más que con nuestras propias madres.
Yo le tenía un cariño especial pues representaba la madre que yo quería llegar a ser y que mi mamá por la diferencia de edad no pudo ser. Minerva era joven, desprejuiciada, apoyaba en todo a sus dos hijas, Celia y Gerda, no se perdía nada de lo acontecía en la beca. Cada 5 de abril, iba cake en mano y nos tocaba la puerta del aula, en el pasillo H de la unidad 4, para celebrar el cumpleaños de Celita. Aún recuerdo los pedazos de tarta aventados en nuestros rostros. ¡Qué manera de celebrar teníamos en aquella época!
Ella fue entonces mi confidente aunque no preguntó mucho. Solo se dispuso a apoyarme y me acompañó a aquella consulta. En esos días, Minerva fue para mí un poquito madre.
El miedo a perder mi carrera universitaria me llevó a buscar a mi amiga Idelys, cuya mamá era la ginecóloga que tenía más cerca. Con ella pensé que podría solucionar mi “problema”.
Me atormentaba la idea de no poder continuar la universidad. Provengo de una familia encabezada por una costurera, que nos preparó lo mejor que pudo para que nosotres estudiaramos en la uni. “Serás menos negra m’ija cuando te gradúes en la universidad”. Mi madre era una “discriminadora positiva”, mi compromiso con bajar la Escalinata era estrictamente con ella.
Con ese embarazo la defraudaba. Yo, Sandra, la niña que tuvo a sus cuarenta, la única que estudió en La Lenin, el preuniversitario con mayor prestigio de La Habana, podría retardarse o no culminar sus estudios. Esa posibilidad me retorcía la vida. Una canción de Pablo Milanés me torturaba, el estigma y el rechazo me oprimían:
Lo que sentí, fue como un rayo en mi interior
Que me sorprende el corazón
Todo se rompe, todo estalla
Y algo acaba de morir
Para sentir otra manera de ser feliz
Otra de manera de sufrir
Otra manera de vivir
Lo que hasta ayer era reír
Qué pasara, adónde irán mis juegos a parar
Y mi inocencia a terminar
Qué nuevo amor será
Qué tal si me querrá
Qué voy a hacer si dice no
Ya yo no mando al corazón
Qué confusión, qué dicha, qué dolor
Llegué a la consulta de la madre de Idelys, la Dra. Crespo. La galena me confirmó que efectivamente mi embarazo era tan real como la nula posibilidad de que no diera a luz. Esas 16 semanas -y su negativa de practicar un procedimiento reservado para casos extremos, no para una interrupción voluntaria- me pusieron delante de mi madre, mi principal preocupación.
Hildelisa, que se observaba tranquila, escuchó la historia que le conté. No pronunció palabra alguna. Nunca llegué a saber cómo se tomó mi embarazo. Jamás lo compartió.
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Regresé a mi casa, a mi barrio, al consultorio que me correspondía. A partir de ese momento comencé a ser la “captación tardía”. Así se referían a mí los médicos, para indicar que habían descubierto y registrado mi embarazo tardíamente. También fuí “la madre adolescente”.
Captación-tardía-madre-adolescente-embarazo-no-deseado= Embarazo-de-riesgo. Esa era la etiqueta que “resumía” mi vida.
En Cuba suele suceder, como es de esperar en la cultura patriarcal, que una mujer es tal hasta que se embaraza. A partir de ahí comienza a ser el recipiente, el envoltorio. En referencia a mí, todo el universo médico, de ahí en adelante y hasta que salió la criatura, olvidó mi nombre. Me convertí en “La Gestante”.
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En septiembre, días antes de cumplir los 19, ingresé nuevamente a la universidad. Entraba en mi segundo año, con la noticia de mi embarazo y las correspondientes miradas de sorpresa. Mi gestación creo que además constituyó un récord: mi criatura inauguró, como tal, la llegada de las crías a aquella promoción de profesionales de la psicología.
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Pasaban los días y yo seguía campante con mi creciente pipa esférica como luna llena. Mi doctora extendió todo lo que pudo mi estancia en la casa, “para no tener que ingresarte en el hospital innecesariamente”, me dijo. Cada día que pasaba sin ponerme de parto contaba para mí como si fueran meses. Estaba ansiosa.
Llegada la semana 42, no quedó otro remedio que internarme en el hospital. Consultas, exámenes, anamnesis. Seis días después llegó la hora.
Era como media mañana cuando me empecé a sentir rara. Una pesadez exagerada en la panza, más unas contracciones que se iban agudizando, me quitaban el aire. Los días anteriores me habían llevado cada vez a ponerme el monitor, un aparato indeseable -por incómodo- con el cual se amplifican los latidos del corazón del feto, a partir de lo cual se puede conocer cómo está reaccionando el bebé al estrés que produce el parto. Recordemos que, aunque parezca lo contrario, el feto es el verdadero protagonista del nacimiento.
Luego de la visita breve que me había hecho Wilfredo ese día, el malestar se incrementó. Horas pasé viendo entrar y salir embarazadas de la sala donde me encontraba, en la cual se atendía a quienes aún con síntomas de parto demorarían unas horas en el proceso.
Con un “dieci” encabezando mi edad, era y me sentía una beba, inexperiente del mundo, de la vida. De mi propia existencia sabía muy poco. No sé qué me producía más pánico, si el parto en sí o lo que vendría después, a partir de la responsabilidad que implica la parentalidad.
Entre todas aquellas batas blancas y gorros verdes a mi alrededor, recuerdo solo a dos personas: la doctora que me aplicó el “torniquete” y la enfermera que me preparó para la cesárea.
“Torniquete” es el nombre popular de una maniobra que, insertando y abriendo el índice y el del medio dentro de la cérvix y girándolos frenéticamente hacia la izquierda, se realiza para dilatar el cuello del útero. Ese dolor, al rememorarlo, me eriza aún la piel cinco lustros después. Me imagino que tenga otro nombre, sin embargo éste le queda perfecto; efectivamente se te retuerce la vida, no solo el cérvix, cuando el médico o la doctora de turno intenta apresurar el parto con su utilización.
Luego de eso vinieron dolores y contracciones un poco más fuertes pero tampoco nada del otro mundo. Seguí viendo mujeres que entraban y salían, a quienes ya en ese momento envidié profundamente. Quería meterles la cabeza en sus entrepiernas para saber qué tanta dilatación tenía que alcanzar luego de aquellos ejercicios de respiración, la caminata por el salón de parto, las cuclillas y no sé qué más. Simplemente la noche más larga de mi vida.
Con el arribo del sol, también llegó el personal médico de relevo. Se decidió que había pasado ya muchas horas en “eso”. Decidieron, sin prepararme, sin consultarme, sin informarme adecuadamente que me abrirían la panza. ¿Me van a hacer cesárea?
Recuerdo a aquella enfermera negra de cabello canoso que me afeitó la vulva, me puso las sondas, el suero y me explicó paso a paso lo que ella me estaba haciendo, mientras me pasaba la mano compasivamente por el pelo.
Lo que no me pudo explicar fue por qué que no podía continuar con el trabajo de parto. Una razón contundente no parecía existir: no había tenido ningún contratiempo durante el embarazo; no era ni diabética ni hipertensa; el feto estaba bien; no tenía sufrimiento fetal; no hubo meconio.
“Los médicos son los médicos. Ellos deciden. Y hay que confiar”, me dijo.
Cuando desperté de la anestesia, no reconocí dónde estaba, ni el resultado de la operación. Tampoco recordaba quien era. Mucho menos pude reconocer el rostro que tenía frente a mí, y que me miraba con unos ojos bien abiertos y brillosos de la emoción. Segundos después supe que era Karina, aquella amiga que seguía con la intención, 4 años después, de ser la madrina de mi criatura, que no se llamaría Alejandro. Su ahijada Lisandra había nacido a las 11:05, el 30 de enero de 1993.
Foto de portada: Julia Ardón
Muy lindo tu texto Sandra, me emociona, me encanta! Gracias, feliz 2019!
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Gracias querida Coralia. Feliz Año!
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